Melissa arrasa el sureste de Cuba y el Caribe con devastación sin precedentes

No fue solo la fuerza de los 185 km/h lo que rompió techos, sino cómo la lluvia encontró cada grieta que el tiempo había olvidado sellar: por las juntas de los marcos de madera, por los azulejos que se despegaban hace años, por las ventanas que nunca tuvieron cristales, solo láminas de plástico y esperanza.

Melissa arrasa el sureste de Cuba y el Caribe con devastación sin precedentes

“Ya no se trata de si se cae la casa, sino de cuántos se quedan dentro”, dijo una mujer en San Juan de la Fronteira, mientras arrastraba un colchón empapado con las manos temblorosas. En el barrio La Ciénega, los rescatistas avanzaban bajo el aguacero interminable, usando palas y luces de teléfonos para despejar escombros, hasta sacar a las 17 personas atrapadas —dos niños de cuatro y seis años, una abuela de 82, y cinco adultos mayores— que habían pasado siete horas sin electricidad, sin agua, sin voz.

La evacuación masiva, más de 735,000 personas movilizadas en menos de 48 horas, fue el mayor esfuerzo logístico que la región había visto desde el huracán de 2017. Pero no todos pudieron partir. Muchos, especialmente en las comunidades de Tamaulipas y Veracruz, decidieron quedarse: por miedo a perderlo todo en el camino, por la ausencia de camiones, por la desconfianza en los centros donde la comida escasea y los niños lloran en silencio. “Aquí nadie nos cree hasta que nos vea con los ojos vacíos”, dijo un pescador de Tuxpan, mientras clavaba clavos en el techo de su casa de zinc, con una cuerda de red de pesca como refuerzo.

Al sur, donde el huracán golpeó como un puño que no se abre, las consecuencias se multiplicaron. La presa de La Angostura se rompió sin aviso, llevándose consigo una camioneta de leche, dos gallineros y el único puente que conectaba a tres pueblos. En Coatzacoalcos, las torres de telefonía se doblaron como cañas de azúcar, dejando sin conexión a más de 120 mil personas. Las redes se volvieron lifelines: videos de techos volando, madres cantando rancheras para calmar a sus hijos, ancianos rezando frente a fotos de difuntos, como si el cielo pudiera oírlos si hablaban más fuerte.

Mientras tanto, en Chiapas, donde el huracán pasó como un tren sin frenos, el daño fue otro orden de magnitud. Clínicas sin luz, caminos convertidos en ríos de lodo, el mercado central de Tapachula cerrado por completo. El gobernador habló de “una herida que no se cura con palabras”, pero también de una resistencia que no se mide en metros de agua, sino en cuántas familias comparten una sola lámina de zinc, un solo bote de arroz, una sola manta para abrigar a tres generaciones.

En Oaxaca, la alerta roja se extendió como una sombra que no se levanta. Cuatro municipios en emergencia, y en la sierra, donde la pobreza es más densa que la nube, las comunidades ya saben lo que viene: que la ayuda tardará, que los camiones se quedarán atorados en los barrancos, que tendrán que salvarse ellos mismos. UNICEF envió kits de agua y alimentos para 14,500 personas, pero el número real de afectados podría ser tres veces mayor.

El PMA movilizó 800 toneladas de alimentos desde Veracruz, pero el verdadero desafío no está en el envío, sino en la distribución. En un país donde las carreteras son senderos de tierra, y los puentes, recuerdos de lo que fue, cada kilómetro recorrido es una batalla contra el tiempo, el lodo y la desesperanza.

En México, el gobierno insiste en que “se mantuvo el control”, pero las imágenes que circulan en redes —no las oficiales— muestran otra historia: calles vacías, niños con pañuelos en la boca para no inhalar el polvo de los techos destrozados, ancianos sentados en las puertas de sus casas, mirando el cielo como si aún esperaran que la tormenta se disculpara.