Cañeros le ganan a Yaquis 3-2 y Tomateros se imponen 9-8 en emocionantes partidos del Pacífico

El sol se despidió tras una jornada que dejó huella en cada esquina del béisbol mexicano. En Los Mochis, el viento del Pacífico sopló fuerte justo cuando Asael Sánchez conectó su sencillo en la 11ª entrada: no fue un golpe espectacular, pero sí el tipo de jugada que solo entienden los que han pasado horas en el dugout esperando su turno.

Cañeros le ganan a Yaquis 3-2 y Tomateros se imponen 9-8 en emocionantes partidos del Pacífico

Los Cañeros, con guantes que parecían pegados a las manos y una actitud de quienes no conocen el rendimiento, sellaron el 3‑2 contra los Yaquis, cuya racha de cinco triunfos se detuvo como un tren que pierde velocidad en la curva.

En Hermosillo, donde el calor no es solo del clima sino del ánimo de la tribuna, Luis Verdugo no solo rompió el empate con su triple en el octavo: lo hizo con la calma de quien sabe que en esta liga, el bate no habla hasta que el balón vuela. Los Tomateros llegaron perdiendo por cinco, pero salieron ganando 9‑8, como si cada carrera fuera un paso más cerca de casa. No hubo gritos desesperados, solo miradas de complicidad entre jugadores que llevan años sabiendo que en el béisbol, lo que se pierde hoy, se recupera mañana.

En Nayarit, la tarde se volvió leyenda. Brandon Villarreal no solo bateó dos dobles: los lanzó como si fueran cartas de un baraja que ya conocía. Con cuatro producidas, marcó el rumbo de un 5‑3 que se convirtió en 15‑2 gracias a Ricardo Valenzuela, quien con tres dobles más, y Ciro Norzagaray, con sus dos remolcadas, convirtieron el estadio en un tambor que no dejó de latir. Los Jaguares no ganaron por suerte: ganaron porque saben que el béisbol no se juega con el brazo, sino con el corazón.

Y en Mazatlán, donde el mar se acerca tanto que se oye el chapoteo de las olas entre los aplausos, Daniel Castro abrió el marcador con un sencillo que parecía un susurro. Pero Bligh Madris lo transformó en un grito con su doble. Y entonces, en la décima entrada, los Charros de Jalisco desataron una tormenta de anotaciones: siete carreras en un solo inning, como si el tiempo se hubiera detenido para que nadie pudiera detenerlos. El 13‑7 contra los Venados no fue un resultado: fue una declaración.

En esta liga, no se ganan partidos con estadísticas ni con estrategias de computadora. Se ganan con los pies descalzos en el montículo, con las manos llenas de tierra, con los ojos fijos en el horizonte, sabiendo que detrás de cada lanzamiento hay una familia esperando, un niño con un guante de segunda mano, un abuelo que aún recuerda cuando el béisbol era lo único que no te pedía papeles. Aquí, cada juego es una historia que no se cuenta: se vive. Y los aficionados, con sus gorras de béisbol y sus cantos que vienen de lejos, lo saben mejor que nadie: en el Pacífico, el béisbol no es un deporte. Es el latido de la gente que nunca deja de creer.