Banco de Alimentos entrega lonches escolares a primaria del Club de Leones

Con la mañana aún fresca y el sol asomando sobre la frontera, el Banco de Alimentos de Nogales, Sonora volvió a abrir sus puertas —no para recibir donaciones, sino para entregar esperanza— a los niños y niñas de la escuela primaria “Club de Leones”, en el sector Colosio. Esta vez, 192 lonches listos para llevar, con su sándwich bien envuelto, gelatina de fruta, ensalada de bombón y un trozo de sandía jugosa, fueron el regalo más simple y más necesario que recibieron estos pequeños.

Banco de Alimentos entrega lonches escolares a primaria del Club de Leones

Detrás de cada bolsa hay manos que se levantan temprano: Yomara Jacquez Pérez, al frente del banco, junto con la nutrióloga Michelle Vargas, no solo planifican menús, sino momentos. “No se trata solo de llenar estómagos —dice Vargas—, es enseñar que comer bien no es un lujo, es un derecho que se puede construir con lo que tenemos a la mano”. Y eso se ve en los ojos de los niños, que corren a recibir su lonche con risas, sin pedirlo, como si ya lo esperaran.

La escuela, humilde pero llena de vida, acogió con los brazos abiertos a quienes llegaron con bolsas de alimento y también con charlas cortas, cercanas, en las que se habla de frutas, de agua, de dejar de lado lo procesado. Nadie dio sermones. Solo se compartió: “Mira cómo se ve la sandía cuando está madura”, “¿Sabías que la gelatina también tiene vitamina C?”. Los niños asintieron, con la boca llena y los ojos brillantes.

El director del plantel, el personal docente y los trabajadores de limpieza y mantenimiento no solo permitieron la visita: se convirtieron en parte activa de ella. “Estos niños no tienen tiempo para esperar. Cada día que no comen bien, se les queda un pedazo de su infancia”, dijo una maestra mientras ayudaba a repartir los lonches.

Y entre los voluntarios, dos nombres se repiten con cariño: Olivia Orduño y María Dolores Salazar. Ellas, desde hace meses, llegan con delantales y cuchillos, preparando alimentos como si fuera su propia familia. “No es un trabajo, es un acto de amor que se repite cada semana”, dice Olivia, con las manos aún manchadas de jugo de sandía.

Detrás de cada sándwich hay una historia más larga: donantes anónimos que dejan frutas en la puerta del banco, comerciantes que descuentan productos perecederos, vecinos que juntan monedas en tarros de vidrio. El Banco de Alimentos no solo reparte despensas —más de mil 300 cada mes—, sino que teje una red de solidaridad que no se ve en los informes, pero sí se siente en el patio de una escuela de la periferia, donde el hambre no tiene nombre, pero la comida sí: se llama comunidad.

“No necesitamos grandes gestos —dice Yomara—. Solo necesitamos que alguien se acuerde. Que alguien diga: ‘Yo también puedo ayudar’.” Y en Nogales, esa frase ya no es una invitación. Es un hábito.