Ciudad Juárez, el lugar donde los migrantes decidieron quedarse y construir una vida

Ciudad Juárez está dejando de ser solo un cruce fronterizo para transformarse en un destino estable y una nueva patria para miles de migrantes que huyen de la inestabilidad en América Latina, superando a EE. UU. como lugar de acogida principal, según ACNUR.

Ciudad Juárez, el lugar donde los migrantes decidieron quedarse y construir una vida

“Aquí no te miran como si fueras un problema. Aquí te ven como alguien que se quedó para construir”, dice Marisol Rivas, mientras sirve tamales de mole en el puesto que montó con su hermana frente a la plaza de San José. Hace cuatro años escapó de San Salvador con un bolso de ropa, una receta de su abuela y el miedo de nunca volver a sentirse segura. Hoy, sus tamales tienen fila los viernes, y su hijo menor ya sabe decir “gracias” en español con el tono de Juárez, no con el de su tierra natal.

No es una historia rara. En el mercado de la Calle 16, un hombre de Nicaragua vende café tostado en casa, con el nombre de su pueblo escrito en la bolsa de papel. Cada mañana, antes de abrir, pone una taza gratis para el guardia de la esquina. “Él me dijo: ‘Si necesitas algo, avísame’. No me preguntó por mis papeles. Me preguntó cómo me iba con el frío.”

Según el Observatorio de Migración del Norte de Chihuahua, más de 12,500 personas con perfil migratorio viven de forma estable en Ciudad Juárez. La mitad son venezolanos; un tercio, centroamericanos; y el resto, mexicanos que regresaron tras décadas en Arizona, Texas o California. “Antes veníamos a pasar la frontera. Ahora venimos a pasar el día, la semana, el año”, explica Leticia Montoya, coordinadora de la red de apoyo comunitario en Colonia Lomas de Poleo. “No buscamos refugio temporal. Buscamos raíces.”

El Acnur lo ha documentado: por primera vez en más de una década, México supera a Estados Unidos como destino principal de quienes huyen de la inestabilidad en América Latina. No es por casualidad. Es por lo que pasa en las calles, en las escuelas, en las farmacias. En la primaria “Emiliano Zapata”, los maestros ya no piden la CURP para inscribir a los niños. En la clínica del barrio, el médico pregunta: “¿Qué te duele?”, no: “¿Tienes permiso?”. En las tiendas de abarrotes, las arepas y los tajadas de plátano verde ya no son productos exóticos. Son parte del estante.

En un patio de la colonia Guerrero, un grupo de mujeres —venezolanas, guatemaltecas, mexicanas— tejen mantas para bebés que nacen en albergues. Una de ellas, de Caracas, dejó atrás a su madre, enferma, en la frontera. “Ella dice que no quiere venir. Que ya no tiene fuerzas. Yo sí tengo. Y aquí las uso para coser, para cocinar, para enseñarle a mi hija que no hay que tener miedo de ser diferente.”

En el parque de la avenida Juárez, los niños juegan fútbol con pelotas de colores. Uno lleva una camiseta de la selección venezolana. Otro, de la de Chiapas. Nadie los corrige. Nadie les pregunta de dónde son. Solo gritan: “¡Pásala, pásala!”.

Las calles de Juárez ya no se llenan de gritos de desconfianza. Se llenan de olores: de arepa recién hecha, de café recién molido, de tortillas recién sacadas del comal. Y de voces. Muchas voces. Que hablan, que piden, que agradecen. Que no piden permiso para quedarse. Simplemente, se quedan.