Durango inaugura su presa más importante: agua potable para 340 mil habitantes
La Presa Tunal II, levantada entre los cerros del ejido El Nayar, no es solo una muralla de concreto que detiene el flujo de un río. Es el silencio que por fin se apodera de las noches en las que las familias duranguenses dejaron de escuchar el goteo de los bidones vacíos. Desde hace más de treinta años, el acuífero del Valle del Guadiana ha sido una fuente que no solo se agotaba, sino que envenenaba: 69 pozos que alimentaban a la capital registraban flúor y arsénico por encima de los límites seguros, convirtiendo el agua en un enemigo silencioso que debilitaba huesos y nervios, sin que nadie pudiera hacer nada.
Hoy, esa historia cambia. Con una capacidad de 1,500 litros por segundo, esta presa garantizará agua limpia y segura a 340,000 personas —por al menos medio siglo— sin tener que recurrir a los pozos que ya no son confiables.
La infraestructura, con sus 98 metros de altura y 280 metros de longitud, almacena 126 millones de metros cúbicos de agua —equivalente a más de 50,000 piscinas olímpicas— y cuesta 3,985 millones de pesos. Pero lo que realmente importa no está en los números, sino en lo que se siente: en las manos de una abuela que ya no tiene que caminar media hora con un balde a la luz de la luna; en los pies de un niño que por primera vez se baña todos los días sin que su piel se irrite; en el campo de un agricultor que ya no mira el cielo con miedo, sino con esperanza. “Esta presa no solo trae agua. Trae dignidad”, dijo el gobernador Esteban Villegas Villarreal, sin necesidad de adornar sus palabras. Él lo sabe porque ha visto las caras de quienes han vivido sin ella.
Esta no es una obra aislada. Es el segundo eslabón de una cadena que ya empezó a cerrarse. La Presa Guadalupe Victoria, inaugurada hace apenas unos meses, ya empezó a descomprimir la presión sobre el acuífero. Ahora, Tunal II llega con todo su peso: una obra de toma, una planta de bombeo, más de 20 kilómetros de tuberías que atraviesan valles y laderas, y una planta potabilizadora con tecnología que filtra hasta lo más fino, incluso en las peores épocas de sequía. No es un sueño. Es un plan con fechas concretas: el desvío del río Tunal estará listo para abril de 2026, y la obra completa, para el primer trimestre de 2028.
Y con ella, viene el trabajo. 1,400 empleos directos, muchos de ellos para quienes nunca antes vieron una máquina pesada en su comunidad. 2,800 indirectos, en talleres, en tiendas de abarrotes, en los camiones que llevan materiales por caminos que antes solo usaban los pastores. El primer desembolso —300 millones de pesos— ya se hizo en 2025, y antes de que cayera la última hoja de otoño, las retroexcavadoras ya habían abierto la primera brecha en la tierra. No hay promesas vacías aquí. Solo manos que trabajan, y tierra que se mueve.
Detrás de cada metro cúbico de agua que se almacena hay una vida que se rehace. Una madre que puede lavar la ropa sin pensar en el riesgo. Un joven que ya no tiene que dejar la escuela para buscar agua. Un pueblo que, por primera vez desde que sus abuelos recordaban, puede dormir sin la incertidumbre de que mañana no habrá gota para beber. El agua no es un lujo. Nunca lo fue. Es lo que mantiene viva una comunidad. Y Durango, por fin, está aprendiendo a tomarla —no como un favor, sino como un derecho que llevaba demasiado tiempo sin cobrarse.