Nelly Furtado se retira de los escenarios tras años de lucha contra los estándares de belleza

Nelly Furtado ya no sube al escenario, pero su voz sigue resonando en los pasillos de las escuelas de Tijuana, en los carros con bocinas potentes de Juárez, en las fiestas de cumpleaños donde alguien enciende el celular y todos dejan de hablar para cantar “I’m Like a Bird” a pleno pulmón. No se retiró por falta de energía. Se retiró porque el mundo se cansó de verla… y ella se cansó de ser vista.

Nelly Furtado se retira de los escenarios tras años de lucha contra los estándares de belleza

En los últimos años, cada foto suya en rojo, cada vestido que marcaba caderas, cada paso en el escenario se convirtió en un punto de discusión. No en los foros de música, no en las críticas de arte —sino en los comentarios anónimos de Instagram, en los memes que circulaban como chisme de barrio. “¿Por qué sigue subiendo así?”, “¿No se da cuenta de que ya no encaja?”, “¿No debería hacer algo al respecto?”. Esas frases, repetidas miles de veces, dejaron de ser ruido. Se volvieron una sombra que la seguía hasta el estudio de grabación.

“Empecé a oírlas incluso cuando estaba escribiendo”, confesó en una carta que nunca pensó publicar, pero que alguien compartió en un grupo de madres en Guadalajara y se volvió viral. “No era el cansancio del viaje. Era el cansancio de saber que mi cuerpo, no mi voz, era lo que la gente venía a juzgar.”

Rechazó giras en Estados Unidos no por miedo al fracaso, sino por el miedo a que la cámara la atrapara desde abajo, distorsionando su silueta, para luego convertirla en chiste en un TikTok de 12 segundos. En 2023, tras un concierto en Hermosillo, se encerró en su cuarto tres días. No por dolores de espalda. No por la gripe. Porque un comentario en X —ahora Twitter— decía: “Si fuera mi hija, la mandaría a hacer dieta antes de que se vuelva un espectáculo”. Esa frase la dejó sin respiración. No por lo que decía, sino por lo que representaba: que su presencia en el escenario ya no era un regalo, sino una molestia.

Nunca se sometió a cirugías. Nunca hizo dietas que la hicieran llorar en el baño. Ni siquiera cambió su estilo de vestir por presión. Solo se puso carillas dentales —y eso, como ella misma dijo, porque le dolía sonreír con un diente roto. Su cuerpo fue siempre suyo. Y eso, en un mundo que exige que las mujeres se ajusten a moldes que no las representan, se volvió revolución.

La música no se fue con ella. Sigue en los audios de las adolescentes que nacieron después del 2005, en los covers que hacen niños en TikTok con su camiseta de la selección mexicana, en las playlists de mamás que cantan con sus hijas mientras lavan los platos. Su legado no vive en los trending topics. Vive en los silencios que preceden al estribillo, en los “¡ay, sí, esta es la que cantaba mi mamá!” que se escuchan en las fiestas de barrio.

En su última publicación, subió dos fotos. Una de ella a los 22, con el cabello en desorden, el micrófono apretado como si fuera un escudo. La otra, de ahora: sin maquillaje, sin poses, con el pelo suelto, sentada en el piso de su casa, rodeada de sus hijos, riendo sin saber que alguien la estaba mirando. Sin esperar aplausos. Sin pedir permiso.

“Siempre me identificaré como compositora”, escribió. Y en eso está el poder. Porque ya no necesita que el mundo la vea para que su música siga viva. Basta con que alguien, en algún rincón de la frontera, se detenga un segundo, cierre los ojos, y cante sin miedo. Esa es la verdadera victoria. No en los likes. No en los flashes. En el canto libre, en la voz que no se calla, aunque ella ya no esté en el escenario.