La chamarra de Alfredo Olivas: El silencio que marcó el fin de una historia

No gritó. No se despidió. Solo dejó la chamarra… y se llevó la voz. Alguien la cosió para que no cantara más. Ahora, la lleva quien aún se atreve a escuchar el silencio.

La chamarra de Alfredo Olivas: El silencio que marcó el fin de una historia

No gritó. No gesticuló. Solo levantó la vista, los ojos fijos en la chamarra que caía sobre el escenario como una sombra que no pedía permiso.

La prenda, de cuero oscuro, con el cuello ligeramente desgastado y una costura en el hombro derecho que parecía haber sido reparada con hilo grueso, no era la típica prenda lanzada por fans entusiasmados. Nadie gritó “¡te amo!”. Nadie coreó. Solo el silencio —pesado, casi audible— se extendió por el Palenque como una marea que se lleva el aliento.

Lo recogió sin prisa. Lo giró entre las manos. Una mirada. Dos. Luego, la dejó caer sobre el piano, como quien deja un testamento sin firmar. El micrófono siguió vivo, pero su voz, ya no.

Los asistentes intercambiaron miradas. Algunos sacaron sus celulares. Otros, se cubrieron la boca. En las redes, los videos empezaron a circular con el hashtag #AlfredoSeFueConLaChamarra, y en cuestión de minutos, los comentarios se dividieron: unos hablaban de un gesto artístico, otros de una señal. “¿No recuerdan lo que pasó en Toluca? ¿No saben lo que le mandaron en Guadalajara?”, escribió un usuario con perfil de exmúsico. Otro, más directo: “Esa chamarra no la compró en la feria. La cosió alguien que no quiere que cante más.

Minutos después, las luces se apagaron por completo. Solo quedó el resplandor tenue de los teléfonos, iluminando rostros confundidos. Cuando regresó, no explicó nada. No pidió disculpas. No dijo “gracias”. Solo volvió a cantar, como si el momento no hubiera ocurrido. Pero la canción que empezó —“La Puerta Negra”— era distinta. Más lenta. Más grave. Como si cada nota fuera un paso sobre cenizas.

Al final del show, la chamarra ya no estaba en el escenario. Nadie la vio salir. Nadie la vio entrar. Pero en el camerino, según testigos que pidieron anonimato, se encontró una tarjeta doblada dentro del bolsillo interior: sin nombre, sin firma. Solo tres palabras escritas con tinta negra, como si las hubiera trazado alguien que no quería ser reconocido:

“Ya no más.”

En la frontera, donde las historias se cuentan entre susurros y cigarros apagados, la chamarra no fue un gesto. Fue una despedida. Alguien la dejó allí porque sabía que Alfredo no la usaría otra vez. No por miedo. No por cansancio. Porque ya no tenía nada más que decir con la voz que alguna vez hizo llorar a generaciones enteras en las calles de Ciudad Juárez, en los bares de Tijuana, en las noches de El Paso donde los niños aprenden a cantar sus canciones antes que a rezar.

En una entrevista de hace tres años, antes de que se volviera recluso, Alfredo dijo: “La música no se acaba cuando se calla. Se acaba cuando el que la canta ya no puede escucharla.”

Hoy, en un pequeño taller de la colonia Roma, una mujer de sesenta años cosió con hilo de algodón una costura en el hombro derecho de una chamarra idéntica. No habló. Solo miró por la ventana, donde el sol se ponía sobre el río Bravo. Alguien le preguntó qué hacía. Ella respondió: “Le devuelvo lo que me quitó.”

En la ciudad de Monterrey, un fanático de veinticinco años subió un video de sí mismo cantando “La Puerta Negra” en medio de un puente. Lo hizo con la chamarra puesta. No la había comprado. La había encontrado en la basura, detrás del estadio, donde nadie más la vio caer. En los comentarios, alguien escribió: “Esa no es su chamarra. Es la de alguien que ya no puede volver.”

Y así, entre el polvo de los escenarios y el eco de las canciones que nunca se grabaron, la chamarra sigue caminando. Sin dueño. Sin nombre. Solo con tres palabras que nadie quiere leer en voz alta.