Tucson vence 8-1 a Mexicali y reafirma su control en el montículo
Cinco ponches en cinco entradas, apenas dos bases por bolas, y un ritmo tan metódico que las Águilas parecieron olvidar cómo sostener un bate. Nada de gritos, nada de excesos: solo precisión, como un reloj suizo en medio del caos.
En el dugout de Tucson, el aire olía a tierra seca y café frío. Después de ser barridos por los Yaquis, el equipo no necesitaba una victoria cualquiera: necesitaba recordar quiénes eran. No con fuerza bruta, sino con calma. En la cuarta entrada, cuando Ramón Mendoza mandó una línea recta por la línea de tercera, limpiando las bases, el estadio dejó de respirar… y luego lo hizo de nuevo, más profundo. No fue un jonrón, pero sí el tipo de hit que se siente en los huesos: limpio, sin floreos, con intención de ganar.
La ofensiva no estalló. Se fue construyendo, como el río que baja de Sonora: lento, pero imparable. En la octava, con dos outs y David Reyes aún firme en el montículo, José Carlos Ureña empujó una pelota por el jardín izquierdo. Un error en el out final —ese error tan típico de la noche que ya no te sorprende— permitió que cruzara la home. En ese instante, el marcador dejó de ser números y se volvió historia. Mendoza volvió a subir al plato minutos después, y con un sencillo que apenas rozó el infield, cerró el capítulo de cuatro carreras que dejó a la defensa local sin respuestas.
Por el otro lado, las Águilas intentaron responder. Estevan Florial logró el primer anotado de su equipo con un elevado de sacrificio, pero el doble play que siguió —con Yadir Drake atrapado entre la tercera y la home, como si el suelo lo hubiera reclamado— fue el símbolo de una noche perdida antes de que terminara. Los lanzadores de Tucson no solo controlaron la zona de strike: controlaron el tiempo. Cada cambio de ritmo, cada curva que se retrasaba un milisegundo, parecía haber sido escrita en el aire antes de que el bateador siquiera se moviera.
El cierre llegó con Jesús Fabela, quien en la novena, con la presión ya convertida en polvo, conectó su primer jonrón de la temporada. No fue un vuelacasa de 400 pies que sacudió los cimientos, pero sí el tipo de cuadrangular que se lleva en el pecho: el de quien no se rindió, el de quien volvió a levantarse cuando nadie lo esperaba. El público, ya con las luces encendidas y las gradas vaciándose poco a poco, lo vio pasar sin gritos. Solo un susurro, como el de quien reconoce un gesto de valentía.
En el bullpen, Erick Preciado entró con una misión que nadie escribió en el boletín: mantener el cero. Lo hizo sin gestos, sin muecas, sin mirar al cielo. Tres outs. Nada más. Y cuando el último bateador se retiró, el silencio volvió —pero esta vez, no era el de la derrota ni el de la espera. Era el silencio de quien sabe, de verdad, que ya no necesita demostrar nada. Solo seguir adelante.