Arizona y el desmantelamiento silencioso de la educación pública

La matrícula ya no sube. Baja. Lentamente, pero con firmeza. Desde 2023, más de 3,000 estudiantes dejaron de cruzar los portones de las escuelas públicas del norte de Arizona, no porque ya no quieran aprender, sino porque ya no hay tantos niños para llenar los pupitres. “No es que se hayan cansado de la escuela —dice una trabajadora de limpieza con 18 años en la misma secundaria—. Es que las calles ya no suenan con risas de niños caminando hacia la puerta al amanecer”.

Arizona y el desmantelamiento silencioso de la educación pública

El distrito, que une 23 escuelas y casi 4,000 empleados, enfrenta un recorte de $20 millones para el ciclo 2026-27, con otros $15 millones más en el horizonte. La respuesta no ha sido un grito, sino un susurro: puestos que no se rellenan, clases que se fusionan, programas que se apagan sin anuncio. Nadie firma una carta de despido. Simplemente, el silencio se vuelve más espeso cada semana.

En la secundaria Roosevelt, el departamento de arte ya no tiene espacio para los murales. La banda escolar se redujo a una docena de instrumentos. La directora lo dice sin amargura, pero con la certeza de quien ha visto desmoronarse lo que construyó: “Nos dijeron que hiciéramos más con menos. Pero cuando lo ‘menos’ ya no incluye a los maestros que enseñaron a tus hijos a tocar el violín o a creer en su voz… eso ya no es ahorro. Eso es despedir el alma de la escuela”.

Las jubilaciones anticipadas se ofrecen como una puerta de salida digna. Pero muchas veces, es la única que queda. Maestros con dos décadas de experiencia, bilingües, especialistas en educación inclusiva, se van sin despedidas formales. Sus reemplazos son temporales, con contratos de un semestre, salarios que apenas cubren el gas y la gasolina para llegar a las escuelas donde el transporte ya no llega. En la oficina de recursos humanos, los archivos ya no se llenan con currículos de jóvenes recién graduados. Ahora, se llenan con formularios de retiro.

El comité de presupuesto, creado con la promesa de escuchar a quienes viven la escuela —estudiantes, padres, maestros— entregó su lista en octubre. Las prioridades son claras: mantener los autobuses escolares, proteger el almuerzo gratis, garantizar la seguridad. Pero lo que no se mide en pruebas estandarizadas… se borra. El debate, la música, los clubes de ciencia, los talleres de arte: todos quedan en la cola. “No decimos que no sean importantes —dice un estudiante de último año, mientras guarda su cuaderno de poesía—. Decimos que ya no hay dinero para lo que no se puede poner en un número”.

La demografía cambió. Las familias que antes crecían con cinco hijos en una misma casa ahora tienen uno, o ninguno. La gentrificación empujó a miles hacia los suburbios lejanos, donde el transporte escolar no existe o cuesta más que un mes de luz. Y mientras los nuevos vecinos pagan impuestos más altos, sus hijos no entran en las aulas públicas del centro. Las escuelas, que alguna vez fueron el corazón de las comunidades, ahora son espacios vacíos que reflejan lo que el estado dejó de financiar… y lo que la sociedad dejó de construir juntos.

En la entrada de la secundaria, aún cuelga un letrero antiguo: “Aquí nacen sueños”. Nadie lo ha quitado. Pero ya nadie lo lee.