EE.UU. lleva a cabo operación militar secreta en el Caribe sin consenso regional
No fue un accidente. Fue una desaparición limpieza. Los muertos no tenían nombre, pero sus cicatrices sí. El mar no se tragó la lancha: alguien la borró. Y ahora, los silencios que antes eran miedo, ya no tienen miedo.
Según testigos en Tamaulipas, la lancha no se hundió por accidente. Se desvaneció. Como si el mar la hubiera tragado sin protestar. Los pescadores de Soto la Marina la vieron por última vez a las 2:17 a.m., con luces apagadas y el motor en silencio, navegando hacia el norte, donde el horizonte se pierde entre el oleaje y la oscuridad. No llevaba bandera. No respondía a llamadas. Y cuando el radar de la Guardia Costera la detectó, ya era demasiado tarde para preguntar quién era. Solo quedó un rastro de combustible, un trozo de chaleco antibalas con el logotipo desgastado de una milicia que nadie reconoce, y seis cuerpos que no tenían nombre, pero sí cicatrices que hablaban de entrenamiento en lugares donde no deberían estar.
“Esto no es guerra contra las drogas. Es guerra contra sombras”, dijo un exagente de la Policía Federal que trabajó en la frontera durante diez años y pidió mantenerse en el anonimato. “Antes, los narcos se movían con miedo. Ahora, se mueven como si ya no les importara quién los mira. Y lo peor es que alguien les está enseñando a hacerlo mejor.”
Los análisis de los restos revelaron algo que las autoridades no quieren anunciar: al menos dos de los muertos tenían marcas de tiro en la nuca, ejecuciones limpias, de profesional a profesional. No fueron abatidos en combate. Fueron silenciados. Y no por un enemigo dentro del cartel. Por alguien que no quería que hablaran.
En Reynosa, donde los camiones de hielo llevan pescado al norte y los camiones vacíos regresan con paquetes de cocaína, los comerciantes hablan de una nueva presencia. Helicópteros sin números, que giran sobre las playas de Boca del Río como si buscaran algo que no se ve. Drones que pasan tan bajo que levantan el polvo de las carreteras. Y barcos de la Guardia Costera que ahora patrullan a menos de cinco millas de la costa, donde antes solo entraban con permiso, con aviso, con respeto.
El gobierno de México no ha emitido un comunicado. Ni el Ejército. Ni la Marina. Pero en Cuernavaca, fuentes cercanas al Alto Mando confirman que, desde hace tres semanas, han detectado señales de comunicación cifradas entre redes de contrabando en el norte de Venezuela y puntos de descarga en el Golfo. No son los mismos grupos de siempre. No son los de Tren de Aragua, al menos no solo ellos. Hay nuevos nombres. Nuevos jefes. Y nuevos métodos.
En el puerto de Veracruz, un marinero que prefirió no dar su nombre contó que, hace dos meses, vio una lancha similar, igual de silenciosa, igual de sin identidad, que se desvió bruscamente al oeste, hacia el Mar Caribe, después de recibir una señal por radio. “No era un mensaje de emergencia. Era una clave. Como si alguien le dijera: ‘Ya no necesitas regresar’.”
En Washington, el secretario de Defensa sigue hablando de Al Qaeda. Pero aquí, en la frontera, nadie cree que esto sea sobre drogas. Ni sobre territorio. Ni siquiera sobre poder. Aquí, lo que se siente es otra cosa: que alguien está probando una regla nueva. Que alguien está decidiendo dónde se puede matar, sin avisar, sin pedir permiso, sin mirar hacia atrás. Y que, si no se detiene, pronto no habrá costas seguras. Ni puertos. Ni pescadores. Solo silencio, y el eco de un motor que nunca más volverá a encenderse.