Fátima Bosch representa a México en Miss Universo 2025 con un enfoque en el talento nacional
En la penumbra de un aeropuerto tailandés, lleva más que vestidos: lleva las historias calladas de quien no tuvo electricidad pero sí sueños. No pidió permiso. Lo construyó con agujas, madrugadas y un pañuelo bordado por su abuela. Mientras otros muestran danzas, ella muestra la voz de las que nunca tienen micrófono. No va a ganar… va a hacer que una niña en Tijuana, mirando la tele, deje de preguntarse si ella también puede.
En la penumbra de la madrugada, cuando los primeros aviones aún no despegan y las luces del aeropuerto de Tailandia brillan como estrellas caídas, Fátima Bosch respira hondo. No es solo el aire del otro lado del mundo lo que la hace temblar. Es el eco de su abuela en Ciudad Juárez, que le decía: “La que se atreve, no espera permiso”. Ella no lo pidió. Lo construyó.
Con su madre al lado, el cabello aún mojado del baño del avión, Fátima grabó ese primer mensaje en Instagram: “Son las tres de la mañana aquí, pero mi corazón ya está en el escenario”. Millones lo vieron. No por el vestido, ni por el maquillaje impecable —aunque ambos brillan—, sino porque en su mirada se reflejaba algo más antiguo que la competencia: la persistencia de una chica que creció entre ferias de frontera, talleres de costura y noches de estudio bajo la luz de una lámpara que no siempre tenía electricidad.
Lo que parecía un viaje hacia un título internacional, resultó ser el cierre de una historia que empezó en un barrio de Chihuahua, donde las niñas no siempre se ven como líderes. Fátima, diseñadora de moda con raíces en el tejido de su comunidad, no solo superó a 31 contendientes estatales. Las venció con historias: con el proyecto de talleres de costura para mujeres en Tijuana, con las charlas en escuelas públicas sobre autoestima, con el silencio que guardó cuando la crítica la llamó “demasiado seria para un concurso de belleza”.
El 21 de noviembre, cuando el mundo mire hacia el escenario de Miss Universo, no verá solo a una representante de México. Verán a una mujer que sabe que el orgullo no se lleva en una corona, sino en la manera en que se levanta cada mañana para seguir. En su maleta, junto a los vestidos, lleva un pañuelo bordado por su abuela, con hilos de colores que no se encuentran en ninguna tienda de lujo. “Esto es lo que me sostiene”, dijo en una entrevista en voz baja, mientras ajustaba el broche de su medalla de la universidad.
Las candidatas de otros países traen danzas, cantos, trajes tradicionales. Fátima traerá la voz de quienes no tienen micrófono. La de las costureras de la frontera, las estudiantes que trabajan en tiendas de 7-Eleven para pagar la carrera, las madres que hacen maletas con la esperanza de que sus hijas no se queden atrás.
El mundo la observa. Pero ella ya sabe: no está allí para ganar. Está allí para que alguien, en algún lugar entre Mexicali y McAllen, vea su imagen y piense: “Si ella pudo, yo también”.
La travesía no termina en noviembre. Empieza ahí.