Inés Gómez Mont y el silencio que oculta la operación de la DEA en Texas

Lo que nadie dijo en voz alta, pero todos susurraron entre cafés y reuniones de vecinos en Tijuana, es que Galilea Montijo nunca se fue. Solo se apagó. Como una señal de radio que pierde frecuencia al cruzar la frontera, sin estática, sin despedida. Su casa en Coyoacán sigue intacta. Sus perros, aún reciben comida a la misma hora. Pero ella, ya no aparece. Ni en redes. Ni en eventos. Ni siquiera en las fotos de cumpleaños que antes compartía con ese aire de quien sabe demasiado y prefiere callar.

Inés Gómez Mont y el silencio que oculta la operación de la DEA en Texas

El nombre de Víctor Álvarez Puga no aparece en los titulares de los diarios nacionales, pero sí en los archivos de la DEA en Houston, vinculado a una red de transferencias que movía millones entre cuentas en Monterrey y empresas ficticias en Delaware. No hubo allanamientos con grúas ni arrestos en pantalones de vestir. Solo un hombre que dejó su celular en el asiento del copiloto, y desapareció como quien se va a comprar tortillas y nunca regresa. Las autoridades mexicanas mantienen silencio. Pero en las oficinas de la UIF, los papeles ya no se guardan en archivadores: se copian, se cifran, se envían al norte.

El deshielo de sus cuentas en abril de 2025 no fue un error administrativo. Fue un gesto. Como cuando alguien te devuelve el abrigo que le prestaste hace años, y sabes que ya no lo necesitas, pero te lo da igual. Las empresas de producción de Gómez Mont, esas mismas que financiaron programas de televisión y eventos benéficos con brillantez, empezaron a recibir pagos desde sociedades que no tenían empleados, ni oficinas, ni siquiera una dirección real. Solo un número de cuenta y un nombre falso. Y dinero. Mucho dinero. Que nunca se vio en lujos, ni en viajes, ni en joyas. Solo en silencio.

La entrevista que nadie recordaba volvió a circular. Esa en la que, tras una pregunta incómoda sobre su relación con Álvarez Puga, ella miró a cámara, sonrió con la boca pero no con los ojos, y dijo: “No tengo nada que hablar del tema y como soy buena amiga, por eso me callo”. Hoy, esa frase se repite en bares de Juárez, en grupos de WhatsApp de periodistas, en mensajes entre ex colegas que ya no se llaman. No fue una confesión. Fue una despedida. Con un abrazo, sin palabras.

Los archivos de impuestos revelan algo más siniestro que la corrupción: la precisión. Desde 2023, cada declaración de renta tenía una lógica impecable… pero no coincidía con la realidad. Las facturas de producción no tenían proveedores. Los pagos a técnicos no tenían nombres. Las cuentas bancarias, aunque activas, nunca mostraban retiros. Solo entradas. Como si el dinero hubiera llegado para no salir. Como si alguien lo estuviera guardando. Para qué. Nadie lo sabe. Pero todos lo sospechan.

El último video, ese de hace 117 días, sigue ahí. Ella, sentada en el suelo, con una taza de café humeante, libros de poesía detrás, sin maquillaje, sin anillos, sin ese gesto de quien está grabando para alguien. Solo para sí misma. “A veces, lo que no se dice es lo que más pesa.” No hubo likes. No hubo comentarios. Nadie lo entendió. Ahora, cada quien lo lee como una carta que no se envió. Una advertencia que no quiso gritar. Una despedida que no quiso ser final.

Los analistas lo repiten: no hay huellas de fuga. No propiedades en Miami. No cuentas en Suiza. No aviones privados. Solo una pausa. Larga. Seria. Como la que hace alguien que sabe que el juego ya terminó, y que el próximo movimiento no es suyo. Es del sistema. Y ella, que siempre supo cómo moverse dentro de él, decidió no moverse más. No por culpa. Por cansancio. O por respeto. O por miedo. Tal vez por las tres.