Los Naranjeros se imponen con cuatro jonrones y recuperan la cima de la tabla
Derick Hall lo encendió... y Willie Calhoun lo duplicó como si el estadio soñara en voz alta. Burruel, Gil, Wielansky: nombres que no pedían atención, pero la exigieron. Juárez calló con precisión. Meneses ganó con quietud. Aquí no se grita la victoria: se respira.
Derick Hall no solo conectó su primer jonrón de la temporada, lo hizo en el momento exacto en que el equipo necesitaba un grito. Su triple de tres carreras en la sexta entrada no fue un golpe, fue un detonante. Y mientras él bajaba de la caja de bateo, Willie Calhoun ya estaba en movimiento, con un vuelacercas que pareció salir de un sueño colectivo: dos carreras, una mirada fija al cielo, y el silencio de un estadio que hasta ese momento solo respiraba dudas.
El tercer vuelacercas llegó de la mano de Sergio Burruel, un nombre que hasta hace poco apenas figuraba en los lineups. Su doble de dos carreras no fue casualidad: fue la confirmación de que el corazón de la alineación ya no depende de un solo nombre. La ofensiva se volvió colectiva, y los Cañeros, desorientados, solo pudieron mirar cómo sus lanzadores se desmoronaban bajo el peso de un ataque que no dejó resquicios.
Mientras en Hermosillo se celebraba la reivindicación, en Jalisco la historia tomaba otro rumbo. Con el marcador 6-6 y el décimo episodio en su última respiración, Mateo Gil no buscó la gloria: solo buscó el fondo del jardín. Su doble no fue espectacular, pero sí letal. Y cuando Michael Wielansky recibió el pelotazo con las bases llenas, el estadio no gritó: exhaló. La victoria no se ganó con fuerza, sino con paciencia—y con un toque de suerte que los Charros saben aprovechar cuando nadie los espera.
En Guasave, el silencio fue la arma más eficaz. Víctor Juárez completó cinco entradas sin permitir una sola carrera, no con velocidad, sino con control. Cada cambio de ritmo, cada curva en la zona baja, fue un mensaje: “Aquí no entran”. Y cuando Yadir Drake levantó su cuadrangular solitario en la sexta, el resultado ya estaba escrito. Los Algodoneros intentaron reaccionar, pero el viento no les ayudó.
En Culiacán, el duelo entre Joey Meneses y Jon Singleton fue una exhibición de veteranía. Meneses, con su ritmo sereno, bateó de 4-2 con tres empujadas; Singleton, con su potencia casi inhumana, completó un ciclo de poder: tres al bate, tres carreras, un jonrón que se perdió entre las luces del estadio y los gritos de una afición que ya no sorprende con lo espectacular, sino con lo constante.
En la frontera, donde el béisbol no es solo deporte, sino costumbre, cada juego se vive como una reunión de familia. Los niños con guantes de plástico en los patios, los viejos con sus termos de café y los jóvenes con los audífonos puestos, todos saben: aquí no se gana con gritos, sino con raíces. Y cuando el último out cae, no hay celebración estridente. Solo se escucha el eco de las palmas, el susurro de una generación que no necesita verlo en redes para creer en lo que ve.