La ausencia de De Bruyne sacude a Napoli y al fútbol europeo
Una contracción súbita, el cuerpo que se dobla como un arco roto, y el silencio que sigue no es de asombro, sino de resignación. No hubo gritos, solo el eco de sus botas sobre el césped mientras se arrastraba, con la mano apretando la parte trasera del muslo como si pudiera detener el tiempo. El equipo médico corrió, pero ya sabían: esto no se arregla con hielo y palabras de aliento. El belga, con la mirada clavada en el suelo, no pidió ayuda. Solo se dejó levantar, como quien acepta que algunas cosas ya no son tuyas.
Las imágenes siguientes no necesitan explicación: vendaje apretado, muletas al lado del banquillo, sentado como un hombre que perdió su arma antes de la batalla. En el hospital Pineta Grande, la resonancia magnética no mentía: rotura de alto grado en el bíceps femoral derecho. El diagnóstico fue breve, frío, como un parte de guerra que no se puede ignorar. Napoli emitió un comunicado de dos líneas: “El proceso de rehabilitación ha iniciado”. Nada más. Nada menos. Como si el silencio fuera su mejor defensa.
De Bruyne no era solo el motor de Napoli en la Serie A: era el que hacía que el balón hablara. Con cuatro goles en ocho partidos, cada pase tenía el peso de una sentencia, cada movimiento, el ritmo de una canción que nadie más podía cantar. Su presencia en el centro del campo no era solo técnica: era una advertencia. Los rivales lo marcaban como si fuera un reloj de arena: cuando él tocaba el balón, todo se aceleraba. Ahora, ese reloj se quedó sin manecillas.
Y no es casualidad que el mismo cuerpo haya fallado antes. Su compañero Romelu Lukaku sufrió lo mismo en pretemporada —y aunque regresará en enero, el camino fue una montaña de días sin luz, de fisioterapia a las seis de la mañana, de miradas que decían más que las palabras. El cuerpo no entiende de glorias pasadas. Y De Bruyne, a sus 33 años, ya no tiene el mismo margen que en los días de Manchester City. El fútbol moderno no es generoso: exige recuperación, paciencia, y una dosis de suerte que rara vez llega cuando más se necesita.
El impacto no se queda en Nápoles. En Bélgica, donde anotó seis goles en sus últimos cinco partidos, la noticia pesa como una piedra en el pecho. Las eliminatorias para la Copa del Mundo se acercan, y el seleccionador tendrá que reescribir el ataque sin su mejor arma. La ausencia de Stanislav Lobotka, también lesionado, y la partida de Frank Anguissa hacia la Copa Africana de Naciones convierten al equipo en una nave sin brújula. Sin él, el juego se vuelve lento, predecible, como un motor que perdió su chispa.
Lo más duro no es la lesión. Es el momento. Justo cuando Napoli se ponía en lo más alto de la tabla, cuando el público empezaba a soñar en escenarios que parecían imposibles, cuando su nombre volvía a resonar en las calles de Europa como el de un jugador que aún podía cambiar un partido con un toque. Ahora, el fútbol se detiene. Y la pregunta que nadie hace en voz alta, pero todos sienten en el pecho, es la misma que se escucha en los bares de Tijuana cuando se apaga el televisor: ¿cuánto de lo que vimos fue real, y cuánto fue el último suspiro de algo que ya no volverá?